Es necesario cerrar los ojos para dejarse llevar por su influjo. Recostarse con el rostro apuntado hacia la ventana, mientras el aire que nos rodea se enfría e inunda la habitación de petricor, conectándonos con un pasado remoto y el primer refugio donde el hombre se detuvo a saborear las mismas sensaciones: No solo vivimos nosotros, también está vivo nuestro hogar.
El incesante paso del tiempo y la certeza de nuestra finitud nos liberan por unos minutos, mientras somos hipnotizados por una dulzura que añoramos sin saberlo; entonces nos entregamos al sueño y recibimos —como en un murmullo— sabiduría inefable desde la bóveda celeste, acumulada a través de los tiempos, derramada generosamente sobre quien esté dispuesto a escuchar.
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