31.7.11

Ciclo


Despegando los párpados como por primera vez –como luego de ser expulsado del útero al mundo y aun sin entender lo que comienza a percibir-, procura disipar con un movimiento de cabeza la nube que lo envuelve. Se encuentra de pie y en precario equilibrio aunque apenas acababa de descubrir la planta de sus pies. No se pregunta su nombre ni el lugar que habita, estos conceptos no logran hacerse presentes. Por algún motivo, le preocupa un poco más definir cuál es ese idioma en el que ha empezado a hilar pensamientos; que comprende sin atreverse a pronunciar palabra y de alguna forma encuentra ajeno, irreal.

Seca mecánicamente su frente con un antebrazo helado y muerde repetidamente el aire para luego contar las piezas dentales con su lengua, una a una, adivinando sus formas. Una suave descarga eléctrica recorre su espalda y nota una disminución en su pecho de la fuerza del golpeteo que mantenía sus puños fuertemente cerrados. La oscuridad no ha terminado de levantarse y él ya cuenta un siglo. Siente también un escozor en las palmas y una sed maligna, que le haría beber la negrura de las cortinas sucias que ahuyentan el día y el sonido de la ciudad detrás de ellas si pudiera.

Entonces, percibe una sensación conocida. Un dolor suave e impreciso pero imposible de soslayar le recuerda todo en un segundo: el exterior y su interior, ella, manías y rebeldías, búsquedas sin respuesta y esa mirada que comunicó el adiós mucho antes del final… el momento que ellos volvieron a sujetarle de brazos y cuello, mirándolo con sonrisas satisfechas, diciéndole sin palabras que se lo habían advertido.

La pesada penumbra lo obliga a enfocarse en aquel dolor que cobra intensidad lentamente y ahora parece haber estado ahí desde la eternidad.


Han pasado las horas, la oscuridad vuelve y se acomoda detrás de la ventana. Los recuerdos se han evaporado para darle lugar únicamente al recordatorio del dolor y la sed. Este es el mismo momento cuando, en otra vida, él había podido prometerse no ceder. Pero ya no podía recordarlo, ni tampoco lo hubiera deseado. Su piel lo apremiaba a olvidar y sus huesos gemían por alivio para no enloquecer. Se dibujó entonces una sonrisa amplia en su rostro mientras tensaba cada músculo. La oscuridad penetró en su habitación al tiempo que se aceleraba su pulso. Sus ojos no parpadeaban, prendados del bullir del firmamento.

Santalum

Volvieron los días fríos y con ellos la acuciante necesidad de recordar su calor. Miradas indirectas de sonrisas ignorantes, inconscientes d...