No había escrito antes sobre el tema por el simple hecho que nunca llegué a terminar de leer el libro. Me llama poco la atención y cuando me lo prestaron me desalentó su extensión y formato (me cuesta bastante mantener el interés en las novelas y tomos muy largos) a pesar de que la lectura (al menos de la primera cuarta parte de este libro) es bastante ágil y no presenta demasiados obstáculos, ni siquiera para el primerizo en estas lides. Estoy hablando de “El Código Da Vinci”. Sin haber terminado de leerlo podría comentar sobre su calidad literaria o su argumento y sobre sus supuestas alusiones históricas, pero como no faltaría quien señale que “antes de criticar hay que conocer” y como no vamos a ponernos de acuerdo en que implica “conocer” en este caso, prefiero desistir de antemano.
En lugar de esto, voy hablar de la película (así es, vi la película completa).
No es mi intención realizar un análisis exegético o minucioso de este asunto, porque gente con mucha autoridad en el tema ha colgado algunos de estos en Internet (desde el aspecto literario, semántico, cinematográfico y teológico también). Más bien quiero dar mi parecer general sobre este fenómeno trayéndolo a colación de otro tema: la capacidad de algunos de embelesarse con muy poco.
Desde hace tiempo se puede ver un aumento en las polémicas religiosas (¿un renacer de lo místico?), las cuales ocurren con dispar trascendencia en los medios. Dentro de esto es habitual ver críticas a la institución católica (pues de objetable tiene mucho, tanto ayer como hoy) pero estas críticas se hacen aventureramente, atacando lo que se piensa es la base exclusiva de esta religión, cuando en realidad se arremete contra la filosofía del Cristianismo (que trasciende ampliamente a la organización de Roma). Se ataca la divinidad de Cristo. Esto es como creer patear un frágil castillo de arena y encontrarse con los cimientos de las torres Petronas de Kuala Lumpur.
Un claro ejemplo de esto es la película en cuestión. Gran parte de los mitos empleados en su argumento ya fueron utilizados por la antigua secta de los gnósticos. Asimismo, para quien haya estudiado Historia, resultarán risibles las ideas del autor sobre los caballeros templarios (también atacados en el “medioevo contemporáneo” de la película “Kingdom of Heaven”) y su concepto sobre el cristianismo primitivo (de pureza admirable hasta hoy), pero siendo sinceros, podemos admitir que una novela no busca precisión histórica, aunque esta sería una buena manera de aprender algo considerando la diversas carencias. Concedemos que el falsear realidades podría ayudar a enriquecer una fábula histórica, desarrollada en una Europa paralela, pero esto tampoco sucede. La película a penas llega a cumplir con lo esperado de una producción de este tipo: buenas actuaciones, una banda sonora aceptable, y otros componentes que no deberían resultar inasequibles para una industria especializada en trasladar “best-sellers” a la pantalla. Sin embargo puede resultar bastante aburrida para quien va a buscar simple entretenimiento y a la vez es muy sosa para quien pretenda hallar algo de contenido. La palabra “taquillera”, a pesar de todo, se ocupa de cubrir multitud de faltas y asegurar un “éxito” antes de filmar la primera escena ¿Cuál es el motivo entonces de tanta tergiversación?
Es verdad que los autores de renombre (entre los que Brown no se encontraba precisamente antes de su “hit”) buscan como principal objetivo las ventas desde el momento en que la literatura es su medio de subsistencia. Esto, en todas las artes implica un cierto detrimento en la calidad del producto final, en pos de su aceptación masiva, sin embargo en muchos casos estos productos de fin comercial nos acercan o presentan a quien de otra manera hubiera pasado inadvertido. Por eso para los coleccionistas las primeras obras de un artista consagrado son invaluables, porque aun con una técnica incipiente y una capacidad comunicativa en potencia, revelan aspectos diferentes (a veces mucho más profundos) que las obras de su “madurez” artística.
El arte también debe apelar al espíritu humano y conmover sus fibras. Es necesario que confronte nuestra ideología y nuestras creencias, es deseable que sacuda nuestra comodidad y nos señale una idea diferente, todo aporta al crecimiento aun cuando primero sea necesario demoler para poder edificar nuevamente.
¿Cuál de estas cosas motivó a Brown? Ninguna. Conociendo algo más de este descubrimos que no tiene obras de valor en su pasado ni tampoco un propósito auténtico y claro para esta invención. Solo, desde luego, generar ganancia a través de un impacto polémico. Dudo que el autor haya querido pasar a la historia como un “trasgresor” o que tenga un segundo propósito más allá que ver que las regalías lleguen a sus bolsillos ¡Ni siquiera pudo ser completamente original en su ficción! (o que lo digan quienes lo acusan formalmente de plagio). Las teorías sobre la humanidad y divinidad de Jesús, las sospechas respecto a la Historia, sociedades secretas y aun el “lado femenino de dios” han sido explotados ya en otros libros. Hasta un escritor igualmente mediático y popular como Paulo Coelho trata de forma más interesante este último aspecto en “A orillas del río Piedra me senté y lloré”, presentando al mismo tiempo una historia de amor muy vendible.
¿Es todo esto solo una crítica más al mamarracho de Dan Brown? Si y no. Me interesa más poner en evidencia al autor como lo que es: un vulgar comerciante. Y admito que como tal no lo hace mal, porque a su manera, cumple su objetivo. Vender aplicando la ley del mínimo esfuerzo para mucha ganancia. Esperar que fuera sincero en esto sería una ingenuidad mayúscula.
Pero quienes parecen deleitarse en transitar el error e incomprensiblemente apropiarse del mismo, son otros. “El Código” no es el factor de esta ecuación que más llama mi atención sino los lectores convocados por el libro.
Partamos de una realidad: leer no es popular. Aún antes de la televisión, era muy probable que una persona común encontrara diversión en diferentes actividades pero no en la lectura. Hoy, cuando el mundo dispone de Internet, videojuegos, fútbol, clubes sociales y siendo que a diario surgen un sinnúmero de entretenimientos novedosos ¿Qué artificio puede convocar masivamente a la gente a buscar su pasatiempo precisamente en un libro? Solo quien esta enamorado de la lectura puede recurrir a esta una y otra vez prefiriéndola a otras opciones posmodernas. Una característica fundamental en el fenómeno de los “best-sellers” es que este encuentra mercado donde antes no lo había o no estaba suficientemente explotado. De esta forma encontramos, por ejemplo, a un “Harry Potter” que fascinó a muchos chicos pretendiendo compararse con las geniales creaciones de Tolkien y Lewis y que se abrió mercado entre los más pequeños, en una excelente estrategia que lucra mucho más allá de la literatura. Del mismo modo Dan Brown, buscando mercado en una enorme población que no tiene mucho conocimiento de Arte o Historia, introduce su novela sugiriendo en contratapas y prólogos que su producto puede ser algo más que lo que realmente es: un relato ficticio.
Pero aunque uno jure y patalee diciendo que tiene una revelación en sus manos, no necesariamente obtendría una respuesta favorable de parte de la masa. Quizás conseguiría justamente lo contrario: espantarla (el hombre rehúsa conocer la verdad). Para cautivar al público Brown recurre a la temática, pero siempre con este único propósito. Brown no viene a revolucionar el pensamiento, la filosofía, la religión, la arqueología ni nada que se le parezca. Se trata de un asunto de modas; hoy es popular atacar las creencias de la “gente simple”, sentirse superados, sapientes y tolerantes observadores. Entonces cualquiera que en su vida pensó completar la lectura de un libro, se aboca a la tarea de conocer de pe a pa la novela de moda y todas las interpretaciones y apósitos publicados que se comercian alrededor de la misma.
Aun más repugnante se vuelve tener que soportar la mención diaria a través de los medios y en boca de la gente sobre la “obra” que han leído y ver que tienen avidez de sentirse conocedores y de versar sobre arte y cuestiones teológicas e históricas con la base de esa su única lectura, pero que son incapaces de buscar en la dirección correcta ni aunque esta estuviera marcada con señales luminosas; y no por una incapacidad congénita, ya que han demostrado más tenacidad que muchos completando la lectura de un volumen de más de 500 páginas, sino porque como sabemos, y volvemos al principio, conocer y leer no es realmente popular.
Este es el motivo de la ridícula admiración que despierta en la masa el producto ataviado (como cereza del postre) con un tono de erudición y con referencias a las obras de Leonardo Da Vinci que no son desconocidas ni entre los más ignorantes ¿no es esto último suficiente evidencia de lo grotesco de la situación? ¿Necesitamos verlo parodiado en dibujos animados (o denunciado en “South Park”) para advertir el absurdo?
Pobre Leonardo, se revolcaría en su tumba al saberse utilizado tan groseramente y con seguridad le complacería más que esto ver su obra garabateada por Marcel Duchamp o sirviendo de nombre y publicidad a un producto tan beneficioso, elaborado y, para algunos, entrañable, como es una sabrosa mermelada.