Isabel Romana (autora del weblog “Mujeres de Roma”) ha realizado una interesante propuesta a sus lectores: ampliar su narración basada en La Eneida de Virgilio (divida en cuatro partes y que puede leerse completa en su sitio) y construída durante el año pasado, escribiendo un relato sobre los personajes que fueron apareciendo en los diferentes capítulos de la historia. Respondiendo a su amable invitación coloco aquí el relato correspondiente a la Copa de Oro del padre de la reina Dido.
De las memorias de un Atlante
Adibaal vive una situación tan única como inesperada. Los hijos de Canaán han comprendido la conveniencia de reconocerse como hermanos para resistir al enemigo común, pero algo en esta repentina convulsión no deja tranquilo al fenicio. La propuesta de los antes altivos príncipes de Sidón lo perturba. Esta consciente de que la inusitada humildad que ahora muestran no es otra cosa que un sordo temor arraigado en sus corazones tras contemplar la destrucción de su ciudad en manos de los filisteos, pero lo desconcierta también escuchar que los mismos agresores fueron resistidos no muy lejos de allí por el pequeño pueblo de los hebreos. ¿Estarían todos confabulados contra su pueblo? No tenía muchas razones para considerar una acción tan rastrera, si bien hasta ahora nunca se habían aliado ni siquiera estratégicamente, conocían su origen común y jamás se habían perjudicado en forma alguna, ni aún sobre sus intereses comerciales. Mientras su razón se ve perturbada por la contradicción, la sola contemplación de esos rostros que han visto el horror, la destrucción y el saqueo le impulsan a extender su voto de confianza.
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La flota imperial ve finalmente tierra. El largo viaje llega su fin y las grandes distancias avanzadas dejaron a mitad de camino las conjeturas más holgadas realizadas antes de partir. El forzoso destierro diezmó a los pocos sobrevivientes de la catástrofe, embarcados en lo que parecía una muerte segura, lograron una pequeña prorroga a su destino. Pero el avistamiento renueva su ánimo… sus ojos contemplan la oportunidad de cumplir con los que quedaron atrás: la promesa de subsistir, dejar un testimonio a la posteridad de su existencia. La esperanza que parecía perdida al poco tiempo de dejar su ciudad y sus tierras pobladas de litorales secos, ahora renace.
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Los príncipes de Sidón se muestran notablemente felices cuando Adibaal les manifiesta su apoyo en la novedosa empresa de formar una nación. El ahora proclamado rey fenicio cree haber discernido correctamente las intenciones de los nobles, aunque sabe que en el peor de los panoramas se encontrará, de un modo u otro, sólo frente al reputado ejército filisteo. En cambio, de resultar exitosa la alianza tiene mucho para ganar, debe considerar las amplias ventajas de explotar los vínculos con Sidón que se ve imposibilitada de ser la cabeza de la nación. No deja de pensar al mismo tiempo en ese valiente joven hebreo que derrotó a uno de los mejores soldados filisteos, cuya fama ha trascendido los límites de este refractario pueblo. Desea conocer detalles de cómo frenaron el avance enemigo, considera imposible que una sola derrota haya amedrentado a los decididos conquistadores filisteos… pero sabe que su curiosidad difícilmente podrá satisfacerse en las circunstancias actuales y solo debe contar con sus propias estrategias para fortalecer a la incipiente nación.
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La nueva tierra es hostil para los navegantes que, tras la dura travesía, se sienten más a gusto en las aguas de ese tranquilo mar que en los territorios explorados en esas márgenes. Se preparan para conocer no obstante lo que aprecian como la mejor opción para establecerse. Es tan diferente a su tierra natal… sus verdes riberas y la amplia desembocadura del río que la divide sobrecogen sus sentidos al tiempo que recuerdan los áridos paisajes de su tierra destruida, esa tierra que será legendariamente recordada y mal entendida por futuras generaciones si ellos no pudieran describirla en su correcta dimensión: la humana, la que dio vida a sus canales acuáticos, a su ciencia y artes, a su poderoso pero pacífico reino. Imutes, el Sabio, examina visualmente los asentamientos cercanos a la costa. No hay indicios de una arquitectura comparable a la de sus edificios de piedras perfectas y líneas puras, de paramentos de tamaño colosal… apenas unas construcciones en barro crudo. Comprende entonces que no volverá a ver los edificios que yacen sepultados en su pasado, bajo tierra, cenizas y agua.
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Sidón entrega su presente al rey Adibaal, sellando el pacto que ahora los vinculará. Adibaal recibe gustoso una fina copa de oro, de rasgos exóticos y muy diferentes a todo lo que conoce. Presentan el regalo como una reliquia que ha pertenecido a poderosos conductores durante muchas generaciones, no solo de su Casa sino también del Imperio Egipcio. El rey no responde palabra alguna porque sus sentidos se han prendado del regalo… En cuanto ordena mentalmente lo que acaba de escuchar, manifiesta su conocimiento de arte egipcio señalando que esa copa de extrañas inscripciones no es obra de artesanos del Nilo. Los príncipes interpretan las palabras del rey como un signo de repentina desconfianza y se defienden argumentando y prometiendo evidencias que la copa fue un regalo personal del Faraón a sus antecesores. Adibaal percibe la contrariedad que su admiración ha causado y reduce la tensión aclarando que no duda de que se trate de un obsequio de Faraón, sino que el arte que exhibe en su base y contorno no proviene de Egipto ni de ninguna otra región que él haya conocido. Uno de los príncipes interviene entonces, recordando haber escuchado que la copa era utilizada como instrumento de adivinación y que había sido traída de una ciudad antigua y desconocida, ubicada más allá del reino de Tarsis, allende el furioso e interminable mar. Adibaal escucha entusiasmado y lamenta no poder extraer más datos de esta referencia. Sus manos estrechan una evidencia sin hechos, la prueba de vida de alguien que no reclama su existencia. Sabe que su sentimiento es en alguna forma egoísta, pero piensa que tan sólo haber adquirido este instrumento dorado que lo ha cautivado, es suficiente garantía para disipar sus dudas en este pacto.
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El sabio Imutes se presenta ante el caudillo que guía a los nativos del delta y hace un arduo esfuerzo para comunicarse. Su lengua es absolutamente diferente a cualquiera de las conocidas en los diez reinos, y mediante sencillos gestos da a entender que él y su gente provienen de una tierra más allá del mar insondable, una tierra a la que no pueden volver. El caudillo, sin comprender palabra, puede leer en los ojos de Imutes lo que ha sucedido y se compadece de su gente, apátridas de todas las edades, envejecidos por la huida. Sabe muy bien que también su gente llegó a esa tierra fértil pocas generaciones atrás cuando también su hogar se inundaba lenta pero progresivamente.
Imutes comprende que ha hallado gracia delante del caudillo y puede confiar en que el destino de los sobrevivientes se encuentra en esa tierra. Con la cabeza baja y el corazón agradecido extiende sus manos para entregar el preciado bien que su padre, un artesano real, había creado: una bella copa de oro.