La oscuridad son techo y paredes invisibles. Pueden albergar el lugar donde el hombre se entrega a sus pasiones, pero fundamentalmente comprimen el mundo a un tamaño que excede por poco a una cabeza, al tiempo que sus confines se perfilan muy lejanos.
Tumbado frente —o de espaldas— al universo, la infinitud del espacio parece estar al alcance de la mirada y de repente todo lo que ha sucedido y lo que aún sucederá vuela a baja altura.
Los largos minutos del día vuelven por ráfagas, las risas resuenan prolongadas aunque las tristezas también parecen amplificarse y se sienten insondables.
“Todo duerme en derredor” o al menos lo aparenta, la ciudad descansa en silencio. En la última mente que se niega a descansar, se apagan destellos finales de lucidez para terminar de cerrar a los mortales aquel espacio ciego que no volverá a abrir su espesura.
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