La plaza estaba desierta. La ciudad que tanto amó y que lo vitoreaba, ahora lo había abandonado.
Algún ojo curioso observaba invisible detrás de los balcones, pero de otra forma estaba completamente solo, y ni siquiera los encargados de juzgarlo lo acompañaban en esta hora. El mediodía le rajaba la cabeza y deseaba liberar sus manos atadas solo para poder proyectar una pequeña sombra sobre su rostro.
Tiempo atrás, estaba convencido que había venido a hacer lo que ninguno de sus antecesores pudo. Su amor por el sitio que lo vio nacer excedía los límites que creía arbitrariamente fijados para quienes pasaron antes por su lugar. Se convenció que el final pondría todas sus acciones en blanco y hasta le valdría una adoración perpetua, una que ni siquiera deseaba para sí.
En la distancia y por medio de un vocero, el tribunal le anunció que era el momento de deliberar su sentencia. Él esperaría en silencio, en aquel tortuoso silencio del alma que se sabe abandonada por todo y aun por Dios, repasando acciones, pensando en qué debía haber hecho diferente, solo para concluir una y otra vez que no había otro resultado posible para su espíritu, que el de estar en la fecha presente, esperando bajo el inclemente fuego de un día despejado, palabras que jamás llegarían.
La decisión nunca le fue comunicada. Una guardia reducida se acercó para liberarlo y ofrecerle la pipa como el único de sus enseres a recuperar, lista para ser fumada, aunque no la deseaba en ese momento. Las puertas de la fortaleza se abrieron y uno de los soldados le señaló la salida sin emitir sonido.
¿Era el exilio el castigo elegido por sus jueces? Tal vez habían considerado mejor el pasado, quizá alguno de ellos valoró la parte positiva de sus acciones y convenció a los demás de enviarlo lejos, posiblemente por un tiempo, aguardando un indulto que llegaría cuando el tiempo fuera bueno y el recuerdo reciente estuviese superado.
Encendió la pipa y atravesó la muralla con la cabeza en alto, aliviado por el desenlace. Las puertas aún no se habían cerrado detrás de él, y una nube llegó para aliviar el camino que le esperaba por delante. Pudo sonreír.
En un segundo, todo se puso en negro y solo entonces escuchó el proyectil que lo alcanzaba. Lo último que sintió fue su rostro acelerándose hacia el piso.
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