Aun no promediaba su vida, pero ya tenía la vista cansada. Sus días habían sido pocos y malos. Ante esto, el gozo mortal parecía insignificante y el inmortal demasiado abstracto.
Ya había decidido entregarse a la irrelevancia de un efímero
paso por el mundo, cuando conoció el ímpetu del océano. Por primera vez en su
vida algo lo llamaba a abandonar la conformidad de su autosuficiencia y
entregarse a la curiosidad que había abandonado en la infancia.
Pero tal vez aquel primer llamado de Jemanjá resultara
demasiado abrumador, porque pasó los siguientes años persiguiendo otras cimas,
mientras un azul profundo colonizaba lentamente los rincones de su conciencia y
hasta se presentaba mientras dormía.
En un desesperado intento por desalojar aquella obsesión, procuró
por última vez abrazar la existencia que voluntariamente había despreciado, y
esta vez le resultó incluso gratificante. La vida no era tan complicada como
recordaba, la compasión por sus semejantes fluía naturalmente y hasta posiblemente
ayudó a alguien. Pero por todo este amor profesado y recibido en su mente solo evocaba
la imagen de un hormiguero, de sus filas vomitando químicos y procurando la próxima
iteración de sus números.
Volver a la vida ocasionalmente puede ser un asunto dichoso —pensó—,
y sin embargo resulta terriblemente destructivo de la estabilidad que solo saben
edificar las lágrimas y el tiempo. El género humano no merece el reiterado
quebranto del espíritu.
Entonces la decisión que había postergado ahora arrebató su
voluntad: era tiempo de abandonar todo y despertar al Leviatán, o unirse
eternamente con él en su profundo sueño.
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