Incendio voraz que vacía el ser, que es desatado
por el más pequeño de los estímulos: Nada prevalece a su paso y aun asfixia a la
razón para servirse de ella, para nutrir artificialmente a su huésped con una
energía que parece inagotable.
Inflama muchas noches con sus días en el
silencioso mar de la incertidumbre, haciendo girar agujas a diestra (y
siniestra) sobre el desolado páramo desconocido que es la cotidianidad para aquel
que acostumbra hacerse ajeno a la realidad.
Casi logra extinguir a su pálida víctima (adicta
a un cóctel de adrenalina y estrés cuya libación solo parece ser compartida con
el crimen y la inmoralidad) antes de liberarla.
“Estamos, señores, en presencia del más
patético de los infelices –escucha resonar al mismo tiempo dentro de su cabeza
y en la solitaria inmensidad que lo rodea–, aquel que vive el infortunio de
tener todo el tiempo a su alcance el objeto del deseo y que se sabe, por tanto,
irrecuperable.”
Él, que abraza su esclavitud bajo la forma
de un deleite autoimpuesto, de una vocación inexpugnable a su destino. Él, que como
un suicida, no busca concretar su destrucción porque entonces tendría que dejar
para siempre de fantasear con ella.
Él, que a veces puedo ser yo.
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