La plaza estaba desierta. La ciudad que tanto amó y que lo vitoreaba, ahora lo había abandonado. Algún ojo curioso observaba invisible detrás de los balcones, pero de otra forma estaba completamente solo, y ni siquiera los encargados de juzgarlo lo acompañaban en esta hora. El mediodía le rajaba la cabeza y deseaba liberar sus manos atadas solo para poder proyectar una pequeña sombra sobre su rostro. Tiempo atrás, estaba convencido que había venido a hacer lo que ninguno de sus antecesores pudo. Su amor por el sitio que lo vio nacer excedía los límites que creía arbitrariamente fijados para quienes pasaron antes por su lugar. Se convenció que el final pondría todas sus acciones en blanco y hasta le valdría una adoración perpetua, una que ni siquiera deseaba para sí. En la distancia y por medio de un vocero, el tribunal le anunció que era el momento de deliberar su sentencia. Él esperaría en silencio, en aquel tortuoso silencio del alma que se sabe abandonada por todo y aun por Dios, re